RELATO: MIENTRAS TANTO, TÚ...


Las lágrimas recorrían sus mejillas, dejando su rastro en ellas. Observaba la carretera, concentrada en la conducción, sin poder evitar pensar en él. Lo quería y no podía hacer nada por estar a su lado. Lo mejor era marcharse, alejarse de todo y comenzar una nueva vida.

Seiscientos kilómetros bastarían con separarla de él, de Madrid a Málaga, de Alcorcón a Ronda; serían kilómetros suficientes para olvidarlo.
-          “Adiós, Leo, te deseo toda la felicidad del mundo”.

∞∞∞∞

Tres años después

Ella se encontraba sentada en un banco del parque, leyendo una de sus tantas novelas. Llevaba instalada mucho tiempo en aquel lugar y ya no deseaba otra cosa que permanecer en aquel municipio tan soñado para cualquier turista.

Aunque a muchos kilómetros más allá, alguien volvía triste a casa, una vez más había fracasado su búsqueda. No sabía dónde demonios se había metido. Llevaba buscándola mucho tiempo. Se había recorrido la capital, las ciudades del alrededor, pero nada, no daba con ella. Agotado como estaba, pensó que jamás la encontraría, que su búsqueda era en vano. Aun así, no desistía en su empeño y seguía tras una pista.
Porque tenía que dar con ella. No podía haber desaparecido de la faz de la tierra.

Un viento frío azotó la cara de la chica. Elizabeth, al ver cómo el cielo se había oscurecido, se fue a su casa antes de que el tiempo empeorara. Fue entonces cuando, según caminaba a su casa, un dolor punzante atravesó su corazón. Quiso gritar, pero no tenía voz para hacerlo. Todo empezó a darle vueltas, intentaba seguir andando, pero el dolor no la permitía moverse. No resistió mucho más, finalmente se desvaneció en plena calle.

Leo estaba tirado en el sofá cuando sintió un mal presagio. Apagó el televisor, incorporándose, muy pensativo, miró a través de la ventana, con la mano sobre su corazón. Notó cierto pinchazo en el pecho y las lágrimas se precipitaron en sus ojos, tan azules como el mar.

“Lizzy ¿dónde estás? Necesito  encontrarte, jamás pensé que esto me fuera a pasar, te necesito”

Pasadas varias horas, ella despertó en un hospital. Somnolienta, miró a su alrededor. Había un continuo murmullo de la máquina que conectaba con sus constantes vitales. Percibió que la habitación se encontraba vacía, el silencio reinaba en aquel hospital.
        ¿Qué ha pasado? –murmuró para sí.
        Has sufrido un infarto, tu corazón está muy delicado, no podrá soportar mucho más, necesitas uno nuevo con urgencia –surgió una voz que venía desde los pies de la cama, era una enfermera que había estado a su lado hasta que la paciente reaccionara.

Elizabeth la miró, todavía se sentía aturdida y le costaba concentrarse. La enfermera  comprobaba su estado y lo anotaba en una tablet. Lo que le acababa de decir se hizo eco en su mente. Su corazón ya había sufrido demasiado y ahora le tocaba esperar. Esperaba tener suerte.

Y se arrepintió. Por no haber luchado por su felicidad.

Leo intentó rehacer su vida. Volvió a salir con su ex, creyendo que así catapultaría sus sentimientos en la profundidad de su corazón. No duraron ni una semana. Probó con Rocío, una amiga de ambos. Error, porque eso le hacía acordarse más de ella. Además, tampoco la soportaba.

Estaba sólo, esperándola, buscándola. Cansado de tanto andar, se sentó en un banco del parque, entrelazó sus manos, y miró hacia el intenso y despejado cielo azul.

Ella también  observaba el cielo, a través de la ventana. Derrotada. No podía evitar pensar que era difícil encontrar un corazón que se adaptara a ella. Fue cuando pensó que debía enumerar las cosas que quería hacer, si podía, antes de… Cerró los ojos con fuerza. No podía pensar en aquella palabra.

Miró la mesilla de noche, ahí reconoció su teléfono. Sólo debía cogerlo, llamarle, tic-tac, tic-tac… El tiempo pesaba como una losa detrás de mí y no sabía que hacer. Se incorporó despacio y cogió el teléfono. Buscó su número y lo llamó.

Él se levantaba del sofá cuando escuchó el móvil. Se quedó paralizado, observando el terminal. En la pantalla aparecía un nombre que hacia tiempo que no veía.

Lizzy.

No se lo podía creer. Después de tanto tiempo detrás de ella y la tenía con sólo pulsar un botón. Sin más, cogió la llamada.
-          ¿Si? – dijo en un susurro, temeroso de escuchar la respuesta.

-          Hola –Leo la reconoció al instante. Era su voz.


-          Lizzy – Tartamudeó él.

Ella añoraba escuchar aquel seudónimo con el que él la nombraba. Nadie la llamaba así. De repente, recordó por qué le llamaba y se sintió nerviosa, no le apetecía darle explicaciones.

- Tengo que decirte algo, antes que sea demasiado tarde –Elizabeth suspiró antes de continuar– Hace tres años que me marché, intenté olvidarlo todo… Pero necesito ser totalmente sincera contigo, porque te quiero y tengo  miedo de perderte… Me estoy muriendo, mi corazón… No sé si aguantaré a que llegue el trasplante, quería despedirme−

         ¿Dónde estás? Dímelo, por favor –Rogó él sin importarle otra cosa.

Ella se quedó en silencio, pensativa. No sabía qué hacer. Solo lo había llamado para contarle su problema y aquello la tomaba por sorpresa.

Respiró hondo.

        En mi ciudad soñada, tengo que dejarte, adiós.

Elizabeth había cortado la llamada. Con el móvil aun en la mano, mirándolo fijamente. Se había quitado un gran peso de encima, pero seguía triste.

Leo no tardó en hacer una maleta. Sabía dónde estaba, porque sabía cuál era esa “ciudad soñada” a la que se refería. Era imposible olvidar cada detalle que ella mencionaba.

Los días pasaban despacio y el corazón nuevo se hacía de rogar. Cada día que pasaba las esperanzas eran más escasas para la muchacha. Veía la tele de vez en cuando, leía la prensa del día que le llevaban las enfermeras y cotilleaba con éstas de cuando en cuando. Intentando amenizar las horas.

Hasta que un día, una voz muy familiar la despertaba de su siesta mañanera. Apareció en el umbral de la habitación, mirándola con sus ojos azules. Unos ojos empañados en lágrimas, intentando disimular el nudo que le oprimía el corazón.

        Lizzy –Susurró él con una sonrisa, encantado de verla otra vez.

        Leo ¿Cómo…? –la pregunta murió en sus labios, en el fondo no le sorprendía verle allí y se alegraba de hacerlo.

        Necesito estar contigo, déjame cuidarte.

        No hace falta… −murmuró ella, deseando que no lo escuchara.


Se miraron mutuamente. Él se acercó a ella y la cogió la mano. Acariciándola suavemente, después le dio un corto, pero intenso beso. Un beso que ambos llevaban esperando mucho tiempo.

        ¿Y ahora qué? –preguntó ella sonriendo por primera vez en mucho tiempo.


∞∞∞∞



Elizabeth despertó de un sueño  intenso. Había dormido varias horas. Miró a su alrededor, buscándole, más no había nadie.

Estaba sola, como siempre. Bajó la mirada, observando el suelo, con tristeza, había creído que él volvería junto a ella. Sin embargo, sólo era un sueño.

La puerta de la habitación se abrió, justo cuando ella cerraba los ojos para volver a dormir. Supuso que sería de nuevo la enfermera de turno.

Él la estaba esperando con una flor amarilla, ella lo estaba soñando con la luz en su pupila, el amarillo del Sol iluminaba la esquina, lo sentía tan cercano, lo sentía desde niña…”

Ella percibió que la miraban. De pronto se sintió incómoda. Y abrió los ojos.

De pie ante su cama. Estaba él.

No había sido un sueño, estaba allí, con un ramo de flores amarillas. No pudo evitar sonreír, aliviada de verlo allí.

El joven se acercó a la muchacha y la besó en la frente.

        Hola, princesa ¿qué tal estás hoy? ¿mejor?

        Ahora si –murmuró ella, sin dejar de mirarlo, temía que si cerraba los ojos, él se esfumara.

        Bueno, entonces ya no hace falta que venga ¿no? –Bromeó él, dejando las flores sobre la mesa.

        Espera un momento, creo que aun te necesito –rió ella.

               Creo que tengo la cura perfecta −Se abalanzó sobre ella y la besó.

Con cada beso, ella lo disfrutaba más que el anterior. Le agarraba y lo atraía hacia ella. Pidiendo más. A él le costó separarse de ella. Las ganas que tenía de besarla nunca desaparecían. Sin embargo, los pensamientos amargos lo invadían en alguna ocasión ¿Y si ella se rallaba y quería alejarlo para que no la viera morir? No podía dejarla. No podía imaginarse estar sin ella de nuevo ¿Qué iba a hacer después? Él confiaba en que llegaría un corazón, más se hacía de rogar. Pero nunca perdía la esperanza.

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