Y de Repente Tú: Capítulo 1º

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Varias semanas después…


La madre de Melinda cerró la puerta del dormitorio de su hija, con pesar. La muchacha llevaba semanas sin salir de la habitación. Estaba triste, los primeros días no probaba bocado, hasta que —una sufrida madre— consiguió que, por lo menos, se llevara algo de alimento a la boca.
 Los días transcurrían y la joven no salía de su reclusión, no hablaba con nadie de su familia, ni siquiera su madre conseguía arrancarle las palabras. Ésta no sabía qué demonios hacía su hija, allí encerrada. Ya que cuando pasaba a llevarle una bandeja de comida, siempre la veía tumbada, hacia arriba, seria y triste, como si su vida se fuera apagando poco a poco.
 Sin embargo, lo que su madre no sabía, cuando salía de la habitación, era que Melinda —siempre— volvía la mirada hacia un lado, palpaba debajo de la almohada y localizaba su móvil. 
Comprobándolo una y otra vez y nunca encontraba llamadas perdidas, ni siquiera un solo mensaje de texto…
Empezaba a pensar que lo que había vivido no era más que un efímero sueño.

Hasta ese preciso momento, en el que un bip corto y agudo sonó en el teléfono, a la vez que el símbolo del sobre    de    una    carta    aparecía, parpadeando, en la pantalla.
Melinda, nada más verlo, se incorporó en la cama. Aunque la habitación se encontraba a oscuras, veía perfectamente con   la   escasa   iluminación   de   su teléfono.  Una iluminación que dejaba ver una débil sonrisa en el rostro de la joven, quien pulsó las teclas adecuadas, para leer el mensaje que decía:

“Hola ragazza ¿Lo has hecho ya? Espero   que   sí, no   cometas   una estupidez. Ti amo bella”

 La sonrisa se borró al momento de su rostro.   Sólo   se   preocupaba   de   su problema, como él lo llamaba. Decía que la amaba, pero no iba a verla. Se miró la tripa, no había aumentado, a pesar de que ya te- nía dos meses de gestación. Quería seguir adelante con el bebé, pero él no. Y ella seguía sin comprender por qué no quería tener un hijo con ella, cuando él le decía que era lo que más ansiaba en este mundo… 
Una mentira más, pero le quería tanto que siempre le perdonaba.
Rápidamente, Melinda contestó a ese mensaje, ansiosa, deseando que tras ese mensaje hubiera una llamada.
“No. Este bebé es fruto del amor y no me desharé de él, te amo Gatito
La joven volvió a poner el móvil bajo la almohada y se levantó de la cama, debía comer algo para alimentar a su pequeño, era lo que le había dicho su madre. Y tenía razón. Su bebé era lo único que le daba fuerzas para seguir adelante, con una vida que ya no merecía la pena.
 Una joven castaña, de estatura baja y delgada,        comprobaba su reloj nuevamente, las tres menos cuarto del mediodía.   Su   nombre   era   María   llegaba tarde al trabajo, aunque sabía que su jefe no la regañaría. Le conocía perfectamente bien como para saber que no le haría gracia su impuntualidad, pero nada más.

La joven de veintisiete años tenía un buen pretexto. Había ido a recoger un paquete muy importante que llevaba meses esperando. Algo que alegraría bastante a su amiga y que deseaba poder entregarle cuanto antes. Cuando se trataba de solucionar sus asuntos personales, su jefe nunca le ponía pegas.
María trabajaba en una importante empresa de creación de perfumes. Ella se encargaba de la parte administrativa, era la asistente personal del presidente
de la empresa. Aunque éste ya tenía una secretaria, ella le gestionaba otro tipo de papeles que influían en el mantenimiento de la compañía y en la vida personal de él: era la encargada de las reuniones, de escribir los informes para las juntas  y,  sobre  todo,  de  la agenda personal del propio jefe. A veces llegaba a pensar qué sería de su jefe sin ella.
La joven vestía siempre traje de chaqueta, liso y de color beige. No se maquillaba nunca, consideraba que ponerse mucho maquillaje era como disfrazarse y se veía mejor al natural.
Con el pelo recogido en un moño que ella misma se había confeccionado con un lápiz. Trajes pagados por su jefe, cenas   de   empresa, móviles caros…

Todo con un propósito, uno al que ella no accedía.


Caminaba ligera, sorteando a las personas que iban por la calle. De pronto le sonó el móvil. Ella buscó en su bolso y, para cuando lo hubo encontrado,  la    llamada  se  había cortado. Miró en la pantalla: era de su jefe. Decidió devolverle la llamada o tendría una de sus cansinas charlas “¿Por qué no contestas al móvil? ¡Te he pedido que siempre contestes!” Su jefe no entendía que a veces su teléfono se perdía en su bolso.

Al   segundo   tono   él   descolgó   y contestó de mala gana:
― ¿María? ¿Dónde cojones estás? —preguntó furioso, su voz tenía un acento   extranjero   que   la   ponía nerviosa.

―Ya   estoy   llegando, cálmate, ni siquiera comí y estoy desfallecida, tuve asuntos   que   me   requerían   con urgencia   —contestó    la    joven, resoplando, sin   dejar   de   caminar, mirando a ambos lados de la calle.

― ¿No comiste? ¿Y qué es eso tan importante que fuiste a hacer?

―Cosas mías que no te importan para
nada.

―Ya   empezamos...     —resopló él frotándose el puente de la nariz —Está bien, iremos a comer juntos, yo tampoco almorcé.
―Eso no te lo voy a discutir porque me muero de hambre —la joven no quería desaprovechar esa oportunidad.

Consíguela

― ¿Dónde estás? Paso a buscarte con el coche.

María le mandó la ubicación del lugar. Mientras esperaba al tardón de su jefe, se sentó en el escalón de un portal. Fue cuando recibió otra llamada, una que no esperaba en absoluto.
― ¿Sí?  ¿Quién es?  —el número entrante era desconocido y hasta que no escuchara la voz no tendría la más remota idea de quién podría ser.
―María, siento molestarte, quizás estés trabajando, soy Carmen, la madre de Melinda.
17
― ¡Carmen! ¿Qué tal? —preguntó la joven en un tono cordial.

―Mal, yo ya no sé qué hacer para que vuelva a su vida, quizás… Me preguntaba si podías venir —titubeó la mujer con la voz marcada por la angustia.
― ¿Sigue encerrada? ―con los líos en el trabajo, María apenas podía dedicarse un tiempo a sí misma,
menos pasarse a visitar a su amiga. Y se sintió culpable.
―Sí, hasta hace nada, apenas comía. Por su estado conseguí que comiera algo, pero gracias al bebé. No sé qué le pasa, creo que tú eres la única que puedes ayudarla.

―No te preocupes, iré en cuanto pueda escaparme, mantenme informada, por favor.
María colgó la llamada, pensativa. Miró su bolso, recordando lo   que   guardaba   en   él   y   qué provocaba    que    estuviera    más apretado.      Meneó    la    cabeza lentamente, su   amiga   se   había arruinado la vida, en su modesta opinión, todo por un hombre que no la merecía.
El sonido de un claxon la despertó de su ensimismamiento, miró hasta dar con el coche en cuestión. Un Audi de color negro se encontraba detenido frente a ella. Sin más, levantó y caminó en su dirección. Cuando estaba casi junto al coche, la ventanilla del copiloto se bajó de   manera   automática.   Su   jefe   la contemplaba a través de sus oscuras gafas de sol.
María abrió la puerta, con el mismo gesto serio, y se sentó en el asiento del copiloto.
―Vámonos, tengo tanta hambre que no sé si llegaré a la puerta del restaurante — se quejó ella a la vez que se abrochaba el cinturón de seguridad.
―Cuando venía… ―su jefe, sin dejar de mirar a la carretera, hizo caso omiso a su comentario y le preguntó algo por lo que sentía mucha curiosidad ―Te vi hablando por el móvil ¿con quién hablabas?
―Con   nadie   que   te   importe   —respondió ella borde, miraba el paisaje de edificios que se extendía ante ella.

―Dímelo ¿hablabas con ella, ¿verdad? —su tono de voz sonaba distante.

― No, pero… ¿Por qué? ¿Ya no la amas? ¿Tan poco te ha durado ese amor? ¡Qué pronto te cansas tú de las cosas!

―No es eso, pero tiene un problema y yo no puedo ayudarla —Alessandro se bajó un poco las gafas de sol y la observó a través de su iris azulado.

María le miró, el muy cabrito tenía cierto aire seductor al que le costaba resistirse.

Tardaron   un   rato   hasta   llegar   al restaurante, algo normal en Madrid y, sobre todo, a esas horas. Alessandro giró para meter el coche en el aparcamiento del hotel.  María sonrió con ironía, siempre la llevaba al Ritz.


Besitos de parte de αἠỽἕἱἀ



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